EL PAÍS, ÁNGEL RUPÉREZ 19/10/2011
Una de las noticias educativas que más sorprendieron e
inquietaron durante el curso pasado fue la decisión de la Comunidad de
Madrid de crear un Bachillerato de excelencia, para que los
alumnos con mejores notas -no los mejores alumnos, eso es otra cosa-
desarrollaran sus capacidades en un coto cerrado, sin contacto alguno
con los alumnos no excelentes, como si temieran que el contagio
con estos últimos degradara sus genes sobresalientes. Los que gestaron
tan desagradable idea son los mismos que han gestado esta otra, no menos
desagradable y, por su repercusión, mucho más dañina: reducir
drásticamente el presupuesto de las otras enseñanzas públicas no
universitarias que se imparten en los institutos normales y corrientes,
ajenos al engendro de esa ilusa excelencia.
Peligra la educación pública. El neoconservadurismo, que la desprecia, se ha cebado con ella
Como se ve, son dos movimientos perfectamente simétricos, exactamente
coincidentes en el tiempo y de significado exactamente opuesto: por un
lado, se favorece una concepción elitista de la enseñanza pública,
falsamente realzadora de su dignidad, y a la que se dedica sin problemas
el presupuesto que necesite y, por otro, se ahoga el normal desarrollo
de la otra enseñanza -la real, la que retrata de verdad nuestra
sociedad-, con salvajes recortes presupuestarios que revelan algo
esencial en la ideología conservadora que dirige los destinos de la
Comunidad de Madrid desde hace años: importa poco la enseñanza pública y
mucho más las otras enseñanzas (privada y concertada), a las que se
apoya con un goteo contumaz e implacable que está rindiendo sus frutos y
más con este hachazo terrorífico -promovido por Aguirre y ejecutado por
Figar, una experta en gestión empresarial- que deja a la enseñanza
pública en un estado de ruina intolerable.
Presidenta y consejera
desconocen que la enseñanza pública tiene la obligación de sentar las
bases de una sociedad más bondadosa e igualitaria, acogiendo en sus
aulas a todos los alumnos en edad escolar, sean quienes sean, vengan de
donde vengan, y planteen los problemas que planteen. Atender a esas
realidades exige muchos recursos, tanto económicos como humanos, con el
fin de crear una educación pública de calidad capaz de preparar
adecuadamente a todos los alumnos, tanto a los inmejorablemente
capacitados como a los más necesitados de ayudas especiales. En vez de
mimar este proyecto, incrementando las medidas de apoyo y protección, el
Gobierno de la Comunidad de Madrid ha provocado de un plumazo un
destrozo bestial en ese organismo tan sensible llamado educación
pública, con un recorte de 80 millones de euros, del que se vanagloria
la presidenta en carta irresponsable y cínica a los profesores.
Semejante
proeza presupuestaria ha logrado poner patas arriba a los centros
educativos, sumiéndolos en una angustiosa sensación de estrangulamiento y
pobreza, retrocediendo a Dios sabe qué tiempos de precariedad y
posguerra, con montones de profesores tratados como ganado, obligándoles
a desplazarse a lugares muy alejados de sus centros habituales y en
ocasiones forzándoles a compartir su docencia en dos y hasta en tres
institutos a la vez. Han dejado a 5.000 profesores interinos en el paro,
muchos de ellos jóvenes entusiastas, truncando todas sus esperanzas y
devaluando sus muchos cursos y másteres realizados para mejorar su
cualificación profesional.
A partir de ahora se abren en los
centros públicos numerosos frentes a la degradación, por muchas razones,
y no es la menor por la profundamente antieducativa obligación a que se
verán sometidos multitud de profesores de explicar materias en las que
no tienen ninguna preparación. Además, las dos horas lectivas famosas a
las que se refiere Figar, la diseñadora del atropello, en la práctica se
traducen en supresión de los desdobles -decisivos para poder atender a
alumnos con grandes desniveles de conocimientos en materias troncales-,
en la supresión de tutorías -fundamentales para ayudar a los alumnos,
individual y colectivamente-, en más grupos a cargo de los profesores
-lo cual significa mermar gravemente su eficacia-, en más número de
alumnos en las aulas -más horror aún- y, en general, en un grave
deterioro de todas las circunstancias que favorecen un desarrollo digno y
razonable de la docencia, el único posible para hacer realidad una
educación pública de calidad, y no una degradada, residual y abandonada
pariente pobre de las otras educaciones (la privada y la concertada).
Peligra
la educación pública en Madrid, en Galicia, en Castilla-La Mancha: el
neoconservadurismo, que la menosprecia, se ha cebado con ella. Peligra
la infraestructura más decisiva de la solidaridad social en un país
moderno y más justo; peligra el fundamento de una sociedad que aspira a
hacer posible que los orígenes sociales no condicionen para siempre las
posibilidades de desarrollo personal de cualquier ciudadano. Peligra una
larga tradición ilustrada, librepensadora, que ha encontrado en los
centros públicos su lugar natural, a salvo del control de la ideología
de sus dueños -cualesquiera que fueran- o de las garras de los
despiadados gestores (Aguirre y Figar saben). Los ideólogos madrileños
del Tea Party (y sus secuaces gallegos y manchegos) han salido a su
caza. ¿Quién está dispuesto a defenderla de estos desaforados cazadores?
Ángel Rupérez es escritor.
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