lunes, 5 de septiembre de 2011

Educación: lo que está en juego

Esta carta se la han publicado a una compañera en El Pais.



¿Por qué estamos tan indignados los docentes? ¿Por qué estamos, efectivamente, en permanente asamblea? Si hasta hace unos meses éramos bien conscientes de que asistíamos a un cambio de paradigma en educación, y nos podía la desazón de ver que nuestra escuela seguía anclada en estructuras del siglo XIX sin que las administraciones se tomaran en serio los nuevos desafíos, ahora asistimos con estupor a la voladura de un modelo político que hacía de la justicia social uno de sus pilares fundamentales y que amenaza con perderse irremisiblemente.

También en la educación. No podíamos imaginar que era posible retroceder aún más en el tiempo. Las instrucciones de comienzo de curso de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid han sido ya el hachazo definitivo en la pretensión de desmantelar la escuela pública, la única abierta a toda la ciudadanía, con independencia de creencias, procedencia geográfica y cultural, nivel de rentas. Y no podemos permanecer impasibles.
En educación, como en sanidad, las condiciones laborales de los profesionales son sólo la punta del iceberg de las condiciones de unos servicios públicos imprescindibles, y dichos profesionales tienen también la responsabilidad de alertar a la ciudadanía de lo que se cuece muros adentro para que esta pueda tomar parte en un debate de enorme calado exigiendo de los poderes públicos no lo que beneficie sus intereses particulares, sino los del conjunto de la sociedad. Así las cosas, y con la que está cayendo, ¿qué repercusiones tiene, como pretenden dichas instrucciones, reducir drásticamente la plantilla de los centros, aumentar la carga lectiva del profesorado y el número de alumnos por aula, perder la hora de tutoría, prescindir de desdobles y refuerzos, de horas de laboratorio y biblioteca, de coordinación para todo tipo de proyectos?
Vayamos a pie de obra. Un profesor de instituto tiene una media de 18 horas lectivas. Quiere esto decir que de su jornada semanal, prácticamente la mitad la dedica a docencia directa con alumnos. ¿El resto? Guardias, reuniones de coordinación con el departamento y el equipo docente (el conjunto de profesores que da clase a un mismo grupo), preparación de clases, corrección de tareas, comunicación con las familias, claustros, reuniones de evaluación, desarrollo de proyectos diversos (plan de lectura y biblioteca, grupo de teatro, revista escolar, intercambios, etc.), formación. En los últimos años, todos estos quehaceres vienen reclamando más y más dedicación como vienen reclamando el apoyo de más profesionales. Señalemos, aunque sea de manera telegráfica, tres de los cambios sociales y educativos que hacen inexcusable este aumento de recursos materiales y humanos. Y es que produce estupor que a fecha de hoy añoremos lo que teníamos hace un año. No sabíamos que podíamos estar peor, mucho peor.
a) La extensión de la educación obligatoria hasta los 16 años -una irrenunciable conquista social-, y el hecho de que las desigualdades económicas hayan obligado a un buen número de hombres y mujeres a abandonar sus países y buscar nuevos horizontes ha provocado que nuestras escuelas e institutos hayan visto cambiada extraordinariamente su fisonomía en una diversidad creciente y compleja. Y nos gusta que así sea, porque sabemos que solo una escuela que es reflejo de la diversidad social, cultural, religiosa del afuera es una escuela capaz de educar en una ciudadanía que mire siempre en plano de igualdad al otro, por diferente que éste sea.
Pero es incuestionable que las necesidades de recursos de esta escuela son mucho mayores. No, cuando hablamos de las dificultades que entraña todo esto no estamos pidiendo un modelo segregador de escuela que agrupe a los iguales con los iguales. Pedimos, sencillamente, mejores condiciones para afrontar un reto extraordinario en la construcción de una sociedad más equitativa y cohesionada; de una escuela, en definitiva, donde la exclusión social no encuentre amparo.
b) Simultáneamente, asistimos a un cambio como no ha habido otro en la historia de la educación. Si es verdad que, junto al momento de la invención del alfabeto y el de la invención de la imprenta, este -el de las tecnologías de la información y la comunicación- constituye el epicentro de la tercera gran "revolución cognitiva" de la historia, imaginemos las enormes repercusiones que en la educación ello ha de tener. Las TIC están transformando, lo sabemos bien, nuestras maneras de leer y aprender, de comunicarnos y relacionarnos. Una escuela que dé la espalda a esta gran revolución es una escuela marchita y muerta. Pero no basta con colgar una pizarra digital en las aulas. No basta con cambiar de soporte el tradicional libro de texto. Por eso es este un momento crucial. Un momento en el que aún es posible ver (o vislumbrar al menos) las dos laderas de lo que ha sido la educación del ayer y lo que habrá de ser la educación del mañana, y no debemos consentir que el vértigo o el pánico nos impidan deslindar con nitidez cuáles de los viejos saberes, de las viejas rutinas, debemos salvaguardar, y cuáles debemos irremediablemente modificar. Quienes estamos a pie de aula estamos obligados a investigar, reflexionar, contrastar, proponer, desarrollar y evaluar nuevos protocolos de actuación, nuevas maneras de educar y enseñar. Todo ello exige tiempo: tiempos para la reflexión y para el análisis, para la elaboración de nuevos materiales didácticos y para la formación permanente. Tiempos que nos deben ser exigidos y de los que debemos rendir cuentas, pero a los que hay que hacer un hueco. No, la jornada laboral del docente no es de 18 horas, como la de un actor no se limita a la hora y media que está en el escenario. Eso es casi lo de menos.
c) Y tres. No podemos comparar la escuela del silencio en que muchos nos educamos con esta otra escuela que ha de saber conciliar el necesario silencio que exige la escucha del otro con la posibilidad de dar la palabra a cuantos en ella conviven. No son tarimas lo que hacen falta, sino algo mucho más costoso y profundo: crear y educar en nuevos marcos de convivencia donde el respeto y la responsabilidad, la participación y cooperación sean piedras angulares. Donde aprender sea posible. La ciudadanía española está demostrando, a través del 15M, que algún camino llevamos ya recorrido en este sentido. Comparemos, sin ir más lejos, las protestas habidas en Inglaterra con lo que aquí está ocurriendo. Esto no lo recoge ningún informe PISA y es sin embargo el mejor termómetro de eso que se ha dado en llamar "competencia social y ciudadana".
Pero para poder llevar a cabo estos aprendizajes, para pasar de un modelo transmisivo de enseñanza a otro en que el diálogo y la deliberación argumentada sean prácticas cotidianas necesitamos reducir las ratios. No es lo mismo oficiar una ceremonia religiosa, donde da lo mismo que los asistentes sean cinco o cinco mil, que van además de forma voluntaria y dispuestos a respetar escrupulosamente los protocolos de actuación, que desenvolverse en las aulas con adolescentes y pretender llevar adelante un proyecto educativo. Llenar las aulas hasta reventar es arruinar desde el inicio toda voluntad de cambio.
Es en este momento crucial cuando las administraciones educativas muestran cuál es la consideración que la educación les merece. A primeros de julio el estupor primero y la indignación después sacudieron la comunidad educativa madrileña. Las instrucciones de principio de curso pretendían dar el hachazo definitivo a la escuela que los tiempos reclaman.
El disgusto venía de lejos: la constante cesión de suelo público para la construcción de centros de gestión privada con la fractura social que ello está acarreando; la apuesta por un modelo de educación bilingüe utilizado a menudo como mero filtro de selección escolar y que viene constituyendo una auténtica sangría económica; el desmantelamiento de los centros del profesorado y el reconocimiento exclusivo a efectos de sexenios de los cursos organizados por la Comunidad de Madrid, en un insólito "cierre de fronteras" a la formación ofrecida por otras comunidades autónomas o por el mismísimo Ministerio de Educación en aras de un férreo control ideológico en la orientación de dichos cursos; el incumplimiento de lo estipulado por la LOE a propósito de las evaluaciones de diagnóstico ("en ningún caso, los resultados de estas evaluaciones podrán ser utilizados para el establecimiento de clasificaciones de los centros") y el desprecio explícito a las reconvenciones formuladas al respecto por el Defensor del Pueblo, etc.
Pero las instrucciones de principio de curso, decíamos, superaban todo lo imaginable. Se imponía ahí la desaparición de la hora de tutoría con el grupo (piedra angular en el acompañamiento personal y académico de nuestros estudiantes, y esencial a la hora de construir un grupo en el que el conocimiento recíproco, el respeto, la cooperación hagan posibles el resto de los aprendizajes); la supresión de apoyos y desdobles, medidas esenciales de atención a la diversidad; el aumento de la carga lectiva de cada docente en 2 horas (4 con respecto a dos cursos atrás, en que las horas de tutoría se consideraban lectivas, lo que, en la práctica, se traduce en un grupo más al que atender y una notable sobrecarga de horas para la preparación de las clases y coordinación de proyectos); aumento del número de alumnos por aula, que oscilará entre los 30 y los 35... en aulas que fueron concebidas para no más de 25 personas. Hace falta, sí, mucha imaginación para pretender que 30 adolescentes puedan estar sentados 6 horas seguidas en un espacio de apenas 40 metros cuadrados. Y más imaginación aún para reclamar una atención personalizada para cada uno de los 200 o 300 alumnos a que cada docente verá cada semana.
3000 profesores menos, que se suman a los más de 2000 perdidos en el año precedente. Miles de compañeros en la calle y una sangría sin precedentes en las plantillas de los centros. Paralelamente, en septiembre de 2010 la Consejería de Educación se gastaba casi dos millones de euros en una campaña de propaganda cuyo lema era "Respetemos y apoyemos a nuestros profesores". Fue amargo el sarcasmo. Para quienes reclamamos respeto es para nuestros alumnos. Para sus familias.
No, no salimos a la calle solo por nuestros miles de compañeros que se han quedado en el paro. No salimos, ténganlo por seguro, por una notable merma en nuestras condiciones de trabajo. Podrán hacer de nosotros un Charlot que ha de apretar cada vez más tuercas en menos tiempo. Pero lo que no podemos consentir es que conviertan a nuestras hijas e hijos en meras tuercas y engranajes de una maquinaria gobernada por una palabra ya cargada de connotaciones siniestras: "los mercados".
Es el futuro común lo que está en juego. No nos dejen solos.
Guadalupe Jover es profesora de educación secundaria

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